La semana pasada, un estudio internacional situaba a Chile en el escuálido lugar 25 (en un total de 40 países estudiados) de “honestidad” ciudadana. Tomás de Aquino distinguía muy bien entre “querer” y “no-poder”. Muchos confunden eso, en ocasiones, culposamente. No es lo mismo decir en total libertad y capacidad: “no quiero ser corrupto, sino honesto”, que “no me queda otra que ser honesto” (porque no se me ha dado la ocasión de ser corrupto). Porque si “pudiera”, no me importaría. Dicho directamente: muchos no son honestos porque quieran positivamente serlo, sino simplemente porque “no-pueden”, porque les ha faltado la ocasión.
La percepción actual que uno puede sacar de nosotros los chilenos es que la mayoría de las clases políticas, adineradas y las así llamadas “aspiracionales” (profesionales jóvenes) caminan “coqueteando” con la corrupción. Y esto se replica con natural desparpajo en la enseñanza que transmiten a sus hijos (buscar el éxito económico a cualquier precio). El mensaje es claro: “ser corrupto es una oportunidad que no se puede desperdiciar, con tal que no te atrapen. Y si te atrapan, usa el mismo dinero para salir del paso”. La razón básica es que “ser honesto no es rentable”. ¿Y el prestigio personal? A nadie con el dinero ya en la mano le importa esto.
A todo eso podemos añadirle la brutalidad de otros grupos, cuya violencia física conmociona a todos, y provoca discursos tan cínicos como oportunistas de los círculos de poder. Naturalmente, hay otros factores psico-socioculturales como, por ejemplo, los valores expresados por los así llamados “influencers”, cuya medida de la felicidad es ser admirados por sus éxitos en una vida lujosa (real o aparente) y socarronamente insolente. Todo eso, por supuesto, provoca imitación de muchos y muchas.
Una persona honesta por decisión y convicción resulta a muchos y muchas no sólo completamente inútil, sino absolutamente peligrosa para la mentalidad de corrupción ya instalada en el país. Ni siquiera se la valora como tierna y tonta “ingenuidad”, sino como una amenaza que se debe eliminar. Ejemplos puede haber muchos: si a un trabajador (sea público o privado) se le ocurre denunciar alguna irregularidad, simplemente se lo despide o es sujeto a represalias de diverso tipo. El mensaje es claro: “si eres corrupto, sobrevives; si, en cambio, se te ocurre ser honesto, serás castigado (por tonto)”.
Hoy se hace cada vez más difícil distinguir entre una persona realmente honesta (por decisión y convicción personal y libre) de aquellas que “sólo les queda ser honestas, porque NO PUEDEN (aunque quisieran) ser corruptas”. No se trata de llorar por tiempos pasados supuestamente mejores (Coplas de Jorge Manrique), que además de inútil resulta cuasi cínico. El referido estudio sugería que, en general, los países más democráticos y donde los ciudadanos sienten que son parte de la toma de decisiones puntúan más alto en honestidad cívica. Si esto es así, entonces cabría la inquietante pregunta sobre ¿qué “democracia” estamos viviendo en Chile que nos hace tan deshonestos?
La honestidad no es una simple cuestión privada. Como ya decía Aristóteles, famoso filósofo de la antigüedad griega, toda ética es eminentemente social. La convivencia ciudadana se ve radicalmente afectada. No es lo mismo vivir entre personas que quieren mi bien, a vivir con gente que se mueve entre la envidia y la codicia, y no les importa apropiarse de lo ajeno a la primera de cambio. La “pillería” o “coqueteo” con la corrupción produce ambientes humanamente enfermizos, hostiles y tóxicos, que nos embrutecen y hacen tristemente infelices, en que la diversión fácil y hueca intenta paliar la sensación de miedo, inseguridad y amenaza. La honestidad, en cambio, produce ambientes humanamente felices, distendidos y, desde todo punto de vista, saludables. Si queremos crecer en libertad y democracia, hemos de crecer, al mismo tiempo, en responsabilidad y honestidad social.